martes, 29 de septiembre de 2009

Seguir el faro interior

A VUELTAS CON LA VOCACIÓN...

Señor Sinay:
Soy psicóloga, trabajo en orientación vocacional y me asombra que los chicos se acerquen buscando una carrera que les dé dinero. ¿Dónde está la pasión por las cosas que nos hacen crecer como seres humanos?, ¿el amor por lo que nos diferencia a uno del otro, el desarrollo de las virtudes que nos llevan a complementarnos?, ¿la educación del alma? ¿Cómo hago para trabajar sobre algo cuando el que lo solicita no cree que exista?
E. Barbieri
Francisco y yo quisiéramos plantear el problema de por qué a muchos estudiantes nos cuesta concentrarnos (estudiamos Ingeniería en Alimentos y Abogacía, respectivamente) aun cuando estamos avanzados en nuestras carreras. En nuestros trabajos nos enfrentamos con la misma dificultad para desarrollar ideas e implementarlas. ¿Por qué no poseemos concentración y dedicación para uno como para otro? ¿A qué se debe y cómo enfrentarlo? ¿Cómo puede ser que no poseamos la misma disposición para estudiar que teníamos cuando empezamos nuestras carreras?
F. Casaro




Cada tanto, milagrosamente, se puede ver en algún canal de cable (también circula en disco de video) una película que, con justicia, está considerada entre las mejores de la historia del cine. Se titula Qué bello es vivir (originalmente, It´s a wonderful life ) y fue dirigida en 1946 por Frank Capra. Nominada entonces a cinco premios Oscar, no ganó y cayó pronto en el olvido, hasta ser recordada y rescatada sólo unos treinta años después. Hoy está viva y vigente. Su protagonista, George Bailey (inolvidable labor de James Stewart) hereda inesperadamente el lugar de su padre al frente de una compañía financiera que presta dinero a gente de escasos recursos. El no quería estar allí, deseaba irse del pueblo y estudiar en la universidad. Forzado a quedarse, debe enfrentar, además, a quienes buscan convertir la empresa en un lucrativo negocio, aun a costa de los clientes. En el día de Navidad, con la empresa a punto de quebrar, George decide suicidarse para que, con su seguro de vida, se salden las deudas. Pero entonces Dios le envía un ángel (que ganará sus alas si cumple bien la tarea) para que lo detenga, lo lleve a un paseo retrospectivo por su vida y le demuestre que ni el pueblo, ni sus seres queridos, ni acaso el mundo habrían sido los mismos si él no hubiese existido. "La vida de cada persona toca la de muchas otras, si no estuvieras habría un vacío", le dice el ángel (Lionel Barrymore).
Encontrar una vocación es hallar ese punto irremplazable e intransferible en el cual, al cruzarse con otras, nuestra vida se hace necesaria, mejora el mundo, es iluminada por el sentido. Como no existen dos seres humanos similares, la vocación de cada quien es única, aunque luego se exprese a través de actividades que no lo sean. Una "carrera que dé dinero" suena, más que a vocación, a la búsqueda de símbolos externos que le den entidad a una existencia anémica de propósito. Cuando prestigio, dinero, éxito, figuración, reconocimiento, poder o fortuna se convierten en fines, se corre el riesgo de que justifiquen cualquier medio. Descubrir la propia vocación requiere, como escribía el sacerdote y pensador holandés Henri J. M. Nouwen en La voz interior del amor , bucear en nuestra identidad más profunda, en ese punto al que sólo nosotros (con honestidad, tesón y coraje) podemos llegar. Ahí, decía Nouwen, "debes hablarle a tu corazón (y escucharlo) y seguir tu vocación más profunda". Si no es así, "te entregas a la influencia ajena, dudas de ti, te vuelves pasivo".
Quizás en la exploración de una vocación haya que cambiar una pregunta (¿qué carrera quiero seguir, a qué profesión deseo dedicarme?) por otra (¿qué clase de persona quiero ser, con base en qué valores, orientado a qué propósito?). Posiblemente nuestra amiga Eugenia, en el lugar en el que está, pueda insistir en instalar esta pregunta entre quienes acuden a ella en pos de la receta mágica. Y, aunque la respuesta pueda resultarles incómoda, quienes compartan la sensación de Francisco y Florencia pueden interrogarse acerca de sí hacen o estudian aquello que les dicta su voz más propia y profunda o si sólo están cumpliendo con lo que, según voces externas, deben hacer. Cuando nuestra presencia y nuestra vocación coinciden en el mismo punto, una poderosa energía, un continuo entusiasmo nos mantiene activos y creativos. Como George Bailey, sabemos para qué vivimos. Y cuando se sigue la luz de ese faro interior, es difícil perderse.
El autor responde cada domingo en esta página inquietudes y reflexiones sobre cuestiones relacionadas con nuestra manera de vivir, de vincularnos y de afrontar hoy los temas existenciales. Se solicita no exceder los 1000 caracteres.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Desde la RAÍZ: relatos de vocación religiosa I

Hacer que palpite tu fuego
Emilio J. Martínez González, o.c.d.
Déjame que te cuente una historia... Una historia que son varias, tejidas de esperanzas, de sueños, de promesas... Y también, a veces, de decepción y sinsabores. No es corriente, al menos no tanto como hace unos años, pero hoy, hombres y mujeres más o menos jóvenes se dejan seducir por el atractivo de la vida religiosa. De ell@s te quiero hablar, haciendo salir al escenario de estas páginas algunos personajes, hombres y mujeres con los que quizás puedas sentirte identificado, en cuya historia verás latir algo de la tuya... No en vano todas ellas "se basan en hechos reales", como algunas pelis que, sólo por eso, ya se ganan un poquito más nuestra atención. Para escribirlas, he rebuscado dentro de mí y dentro de otros; incluso he pedido a hermanos y amigos que me cuenten su propia historia o esa otra que les tocó el corazón mientras la escuchaban tomando una taza de café (¡gracias, Dani, Lázaro...!). Quizás estas historias sean algo más que literatura y sus actores y actrices, traviesos, se hayan vestido con retales de tu propia vida, con la esperanza de valerte de espejo y hacer que, de nuevo, palpite tu fuego.

Adrián

A sus 21 años, atascado en una carrera que pareció comenzar con paso decidido, la cabeza de Adrián bulle envuelta en mil dudas.
Dos bancos adelante está Ana, con la que no puede hablar sin ponerse rojo y hacer, una y otra vez, el ridículo. ¡Tiene unas ganas de hablarle, de entrarle y decirle tantas cosas! Pero el miedo y la vergüenza le detienen, a pesar de que Fátima le anima un día y otro a invitarla a salir un sábado.
Su hermana Elena, con la que se confía a menudo, le dio hace un par de meses un folleto que recogió en una iglesia. Elena está cansada de oír parrafadas de Adrián acerca de su vocación religiosa. Aunque a veces a él mismo le parece raro -y a su amigo Raúl una pérdida de tiempo-, Adrián sigue yendo a misa los domingos e, incluso, se confiesa de vez en cuando. Fue precisamente después de confesarse con un fraile cuando Adrián empezó a plantearse en serio la posibilidad de entrar en una Orden religiosa. Algo que, hasta entonces, le había parecido una locura. Al menos para él. Un fraile, un cura, es para Adrián poco menos que un héroe, un superhombre. Si hace un año le hubieran dicho que iba a estar planteándose serlo él, se hubiera partido de la risa.
Después de leer el folleto -muy bonito, muy azul, mucha montaña-, escribió una carta a la dirección y el nombre que aparecía en el reverso. Pero nunca tuvo tiempo para meterla en un sobre y ponerle un sello. Así que hace poco la tiró a la basura, con el firme propósito de escribir una nueva. Pero ahora no encuentra el momento.
Con Raúl habla mucho de esto, como de tantas otras cosas. Raúl trata de sacarle de la cabeza una locura semejante y, en el fondo, piensa que es sólo una fiebre pasajera que se le pasará más pronto que tarde. Sobre todo si Ana, en vista del bloqueo mental de Adrián, se decide a tomar la iniciativa, aunque ello le suponga a Raúl quedarse sin compañía para ir al baloncesto. Pero mejor eso a que este muchacho siga alimentando la descabellada idea de meterse en un convento.
A Raúl, Adrián no puede negarle que ese deseo de ser fraile puede estar sostenido por sus ganas de escapar. Para Raúl éste es el único motivo por el que Adrián se plantea su vocación religiosa. Aunque las cosas en casa no van mal, lo cierto es que a Adrián comienza a quedársele pequeña. Los estudios no van bien y lo de Ana parece que nunca saldrá adelante, de manera que Adrián parece simplemente querer huir, lanzarse por un camino nuevo, aventurarse en algo para Raúl disparatado. Y cuando Adrián se pone a hablar de la llamada de Dios, entonces Raúl ya alucina y corta el tema.
Pero Adrián siempre escuchó la voz de Dios. No, no es ningún iluminado ni se le ha aparecido jamás la Virgen. Pero Dios ha sido para él siempre como un Padre y, en ocasiones, su único interlocutor. Se recuerda, desde niño, presentándole sus penas y sus alegrías, creyendo firmemente eso que, le parece, dijo Machado: "Quien habla solo es que espera hablar con Dios un día" ¿no era así? Al menos así lo ha vivido él y así se ve, camino del colegio, pensando a veces en voz alta en su vida y en sus cosas, creyendo firmemente que hay un Dios que las escucha.
A Adrián le seduce el Evangelio. Lo lee una y otra vez, empezando por san Mateo y terminando por san Juan. Las Bienaventuranzas y el Jesús que se pasea por la playa con Pedro pidiéndole que apaciente sus ovejas, mientras Juan les sigue a distancia, son sus pasajes preferidos. Él se identifica más con Juan que con Pedro, quizás por eso del discípulo amado. Y es que parece que Adrián necesita y quiere ser amado. "¡Claro!" -dice Raúl, ya enfadado- "y como la rubia Anita no te acaba de querer, porque eres un g.... y no te atreves a decirle nada, entonces te metes en un convento para que te quiera Dios, no te j...".
Pero las cosas no son tan fáciles. A lo mejor tiene Raúl algo de razón, pero puede que ese Amor exista y a él esté Adrián verdaderamente llamado. Y, a lo mejor, por eso no sale lo de Ana, porque él está llamado a otra cosa, no mejor, no más hermosa, simplemente aquella para la que él ha nacido.
También la segunda carta acaba rota, pero, como a la tercera siempre va a la vencida, Adrián compra a la vez papel, sobre y sello, escribe de nuevo y, esta vez sí, envía la carta.
En la convivencia se siente bien. Acogido por gente normal que le ofrece lo que él tantas veces ha buscado: una familia, no la que le ha venido, a la que quiere y aprecia, sino la que él mismo ha creado. Pero de una forma nueva y extraña, nunca pensada. Entre aquellos frailes, sus risas y sus bromas, siente que puede construirla. Y además están los rezos, la oración, en la que puede dialogar con el Dios con el que siempre ha hablado.
Aún queda el miedo. Le parece más prudente acabar su carrera, ir allí con algo, no sea que luego las cosas le salgan mal. Un impulso irracional, como cuando se tiraba del trampolín, que si lo piensa dos veces nunca se lanza, le invita a saltar, a dejarlo todo atrás y empezar esta aventura. Mira a un crucifijo con el estómago y el corazón en un puño: "si me hablara y me dijera que tengo que ser fraile..." Pero no habla. Y Adrián sabe que es mejor así. Mucho mejor. No hace falta ningún prodigio, porque la vida es mucho más fácil que todo eso: ha encontrado lo que buscaba y no va a dejarlo escapar. Se dice que sí, que ese año entrará como... ¿le han dicho postulante?. Piensa en cómo se pondrá Raúl y no quiere ni pensar lo que le dirán sus padres ¿Y Ana? ¿Qué dirá Ana cuando se entere? "Bueno, eso mejor no lo pienso..."

CANAL DEL VATICANO